Amaneció La Habana entre murmullos densos y miradas inquietas. En las paradas de ómnibus, donde el calor suele mezclarse con la esperanza de llegar a destino, hoy pesa otro tipo de espera: la del desconcierto. En las últimas semanas, distintos puntos de la ciudad han sido escenario de actos vandálicos que han dañado vehículos de transporte público, deteriorando aún más un servicio vital para miles de personas.
Se reportaron cristales rotos, asientos arrancados y daños a la carrocería de varios ómnibus. Aunque no todos los incidentes han sido confirmados por autoridades, publicaciones en redes sociales dan cuenta de esos episodios. Las imágenes hablan por sí solas: vehículos vandalizados en plena madrugada, detenidos sin poder continuar su ruta, y trabajadores enfrentando con impotencia las consecuencias.
Estos hechos han tenido un efecto directo sobre la ya limitada disponibilidad de transporte en la capital. Con una flota reducida por problemas técnicos y de combustible, perder más unidades no solo complica la movilidad, sino que genera tensiones adicionales en un entorno ya marcado por la resiliencia cotidiana del cubano. Como escribió un usuario en Facebook: “Sin transporte, la ciudad se apaga más temprano”.
Desde el Ministerio de Transporte se ha instado al respeto del bien público, señalando que “cada afectación al transporte no solo daña una guagua, sino a cientos de personas que dependen de ella para vivir”. En paralelo, brigadas de mantenimiento trabajan a contrarreloj para recuperar las unidades afectadas, mientras vecinos, choferes y pasajeros se unen en denuncias públicas y en llamados al cuidado común.
Lo ocurrido plantea la siguiente interrogante: ¿Cómo construir una cultura de corresponsabilidad en la protección de lo colectivo? En cada rótulo pintado sobre la chapa de un ómnibus y en cada cristal estallado hay más que daño físico: hay frustración, hay abandono, pero también hay espacio para el compromiso.
Por: Lic. Anabel Quiñones Agüero