Bola de Nieve, para siempre

Una de las pruebas más concretas de la existencia del ser humano sobre la tierra es la música, y si ella se conjuga con la poesía habrá alcanzado su definición mayor. Ambas virtudes las poseía Ignacio Jacinto Villa y Fernández, bautizado por Rita Montaner como Bola de Nieve. El 11 de septiembre de 1911, este inmenso artista cubano nació en la villa de Guanabacoa, donde también habían nacido Lecuona y Rita, entre otras figuras señeras del arte musical.

El cine Carral lo acunó desde muy joven como pianista, para amenizar las tandas de películas silentes. Guanabacoa fue, sin dudas, el sitio privilegiado que le alimentó al oído con los toques de palo monte, los cantos de santería, los pregones callejeros y las rumbas de cajón que se tocaban, incluso, en su propia casa. El conservatorio Mateu le propició la formación musical más acabada con estudios de teoría, solfeo y piano. Su instinto musical innato y prodigioso le permitió, desde muy joven, acompañar a su paisana Rita y a la gran soprano Zoila Gálvez.

Con Rita viajó a México en 1933 y ya en los escenarios yucatecos dejó de llamarse Ignacio para ser Bola de Nieve. Desde entonces, ambos artistas formaron un binomio estelar de perfecto acoplamiento; uno era el espejo del otro. Ella me miraba, me contaba Bola, y yo sabía dónde poner el acento o callar el pedal del piano.  

Había sido Guanabacoa el puente donde ambos asimilaron el pianismo de rítmica percusiva de María Cervantes y la música de los tambores de origen africano. Pero Bola creó un estilo personal tan único que ha sido irrepetible. Él nunca se consideró cantante sino un intérprete original que decía la canción al modo de Fats Waller o Maurice Chevalier. Eso sí, fue continuador de una tradición cubana de ser y decir.

Como escribió el poeta Nicolás Guillén: «Desde 1930 su nombre fue una enseña victoriosa y en la riquísima década nacional que culmina en aquel año, lo cual nos ofrece nombres de resplandor alto y fijo, anunciadores del despertar o del nacimiento de una nueva conciencia cubana, Bola de Nieve junto a Rita (no porque le acompañaba al piano, sino porque estaba acompañándola en la historia) es ya una figura popular, tomando esta palabra en su sentido más decoroso, más sobrio y digno». Y fue popular porque su música era cubana y expresaba diáfanamente el sentir del abuelo negro y el abuelo blanco en una fusión feliz y germinativa.

Eso le otorgó, para siempre, el sello de universalidad, que está presente en todo su repertorio, tanto en el de su cosecha personal, como en el de otros compositores. Nadie lo ha podido imitar, nadie ha cantado como él sus propias «cancioncitas» –como él las calificaba con irónica humildad–, nadie ha cantado La Flor de la Canela o La Vida en Rosa como él; nadie se ha atrevido a interpretar Messié Julián como él.

Así recorrió el mundo como nuestro más alegre y fecundo embajador. Y digo alegre porque él siempre dijo: «Soy un hombre triste que siempre está alegre». Y así, con esa alegría, «Bola de Nieve se casó con la música y vive en ella con esa intimidad de pianos y cascabeles, tirándose por la cabeza los teclados del cielo. Viva su alegría terrestre. Salud a su corazón sonoro», exclamó con admiración Pablo Neruda.

Bola de Nieve frecuentó los escenarios más codiciados de su época: el Carnegie Hall, el Café Society de Filadelfia con Paul Robeson, el Teatro Lara, el de la Zarzuela y otros, con la compañía de Conchita Piquer.

A partir del triunfo de la Revolución Cubana, con la que se identificó plenamente, llegó a ser uno de los artistas más cotizados. Un día me dijo con picardía: «No necesito representantes, me sobran los contratos en el bolsillo». Y así fue, conquistó los públicos de la Europa del Este, de la Unión Soviética, de la República Popular China y de casi todo el planeta. Pero fueron México, Chile y Argentina sus escenarios más acariciados de América Latina.

Su carrera artística empezó como un juego y como un juego la desarrolló hasta el final. «Todo es bueno en la vida cuando uno cree o se engaña creyendo que está haciendo arte», confesó una vez. Él no se engañó, ni nos engañó. Su vida fue una obra de arte acabada. Por eso no olvidaremos nunca su ronquera ancestral, su canto antiguo. Él está en la leyenda donde nadie, ni nosotros mismos, lo podemos explicar. ¡Quién me iba a decir a mí que yo haría este canto de alabanza a su memoria, ahora, cuando recordamos el aniversario 110 de su nacimiento! Gracias, Bola, por haberme encontrado contigo en el camino. Disfruta plenamente tu eternidad. ¡Y zumba, la curiganga, mi negro, zumba!

(Tomado de Granma).

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